27 jun 2014

España y los mitos de poder



Duelo a Garrotazos de Francisco de Goya. Foto de Wikimedia Commons

Hace unos años, en 2010, tuve la suerte de contar con una visita guiada al Museo del Prado. Recuerdo que en esa ocasión el encargado de comentarme a mí y a unos amigos sobre Las Meninas, El Jardín de las delicias y La Asunción, entre otras obras, no era el guía típico. Fue más bien un grave señor que llevaba muchos años trabajando en el museo. 

Lejos del ensayado discurso del personal acostumbrado a dar varias sesiones diarias, las explicaciones de nuestro guía eran mucho más profundas y en buena medida menos "enlatadas" y políticamente correctas. De Las Meninas nos contaba, por ejemplo, que había discutido hace tiempo con unos colegas de trabajo cómo este sería el cuadro que definitivamente habría que salvar de un incendio. Según nuestro guía, ese mérito no sería por los personajes ni las perspectivas, sino por el aire de la habitación en la pintura que, aunque invisible, se hacía palpable gracias a la magia de Velázquez. 

Quisiera recordar muchos más datos de esa visita guiada, pero la memoria no me permite aventurarme mucho. Lo que sí recuerdo con seguridad fue el comentario que nuestro guía hizo sobre el cuadro Duelo a Garrotazos (1820-1823) de Goya. Conforme nos acercábamos, nuestro cicerone empezó a decir que con esa pintura Goya estaba haciendo una premonición de lo que sería España durante los años venideros: una lucha fratricida entre hermanos. Nos explicó que así había sido con la Guerra Civil del siglo XX. También nos dijo, con un tono admonitorio propio de las personas mayores, que si nos descuidábamos así volvería a ser tras la transición. 

Ciertamente, nuestro inusual guía no fue el primero y el último en buscar una interpretación simbólica a posteriori en este cuadro de Goya. Tampoco ha sido el primero ni el último en traer a discusión la idea histórica sobre las dos Españas que durante muchas décadas estuvieron en pugna. Lo que sí fue distinto en este inusual guía fue poner en duda la estabilidad institucional del actual orden político español. Eso no se escucha todos los días. O no se escuchaba tanto hasta que hace unos días el Rey Juan Carlos decidió abdicar en su hijo, el recientemente proclamado Felipe VI. Todo esto en el mismo año en que un partido tan poco conocido y nada institucional como Podemos se hiciese con una gran victoria política en las Elecciones Europeas

Vivimos en una época intelectualmente bastante desmitificadora. Es un síntoma causado en buena medida por el agotamiento intelectual propio de un Occidente postmoderno; y esta situación se ha visto exacerbada por el puñado de años de crisis en el que hemos estado viviendo. No obstante, incluso en estos tiempos de desencanto, sigue siendo necesario el crear ciertos mitos con los cuales proteger la legitimidad de la esfera política en las sociedades contemporáneas. Tómese por ejemplo la idea de democracia. No sólo se ha mostrado eficiente como regla de juego para sortear los resentimientos colectivos sino que también, o posiblemente por ello, se ha convertido en un dogma político. Esta maniobra no ha sido por accidente. Sólo mediante la cristalización de mitos fundacionales, en cierto momento refrendados por la voluntad popular, puede el orden político mantener sus status quo en una sociedad que está abocada a cambiar con cada generación.

En efecto, en España el procedimiento dogmático ha estado bastante vigente y hasta el momento han existido ciertas ideas que no se podían poner en duda, tales como la importancia política de la transición y de la Monarquía parlamentaria que dio a luz al actual sistema democrático español. Sin embargo, parece que en estos más de treinta años de abundancia económica y social el pueblo español se olvidó de un detalle muy importante: los mitos pueden morir. Primero se ponen en duda. Luego se vacían de cualquier contenido. Finalmente se destruyen.

El proceso de desmitificación de la transición y la monarquía lleva ya un tiempo. A su vez, las continuas noticias sobre corrupción, los años de precariedad y la dejadez por parte de los gobernantes solamente ha contribuido a extender el desencanto. Y es de esta forma como hemos llegado a 2014 y a los reciente eventos políticos que han puesto en duda, de una forma abierta y masiva, la validez de los mitos del 78. Tanto es así que en medios internacionales se airea el mal estado de la monarquía y en foros académicos, como el de la Universidad de Oxford, se ha empezado a plantear una alternativa histórica a la cristalizada versión del mito español de la transición. Este es el caso de la sesión celebrada este 27 de Junio en el Wadham College, con el título: Spain's Transition to Democracy: The real story.

Ciertamente, los mitos fundacionales de la actual democracia española se encuentran en un estado bastante precario. En este sentido, el mismo Felipe VI ha contribuido a desmitificar aún más la figura del monarca tras su decisión de prescindir de cualquier rito o signo religioso durante su proclamación. Los mitos son muy caprichosos y no entienden de discursos políticamente correctos ni de secularismos. Por siglos, el poder político asociado al monarca europeo ha venido dado por el Dios cristiano. En su completísima obra sobre la figura del monarca, el ya fallecido Ernst Kantorowicz narra cómo la monarquía europea, desde muy temprano, se ha fundamentado en una compleja idea teológico-política que presentaba al monarca como un ser con dos cuerpos: el cuerpo político, eterno y verdadero garante del poder ante un pueblo por mandato divino, y el cuerpo natural, caduco y representado por una persona en particular. La idea de linaje está asumida en esta teoría política, ya qué es la única que puede justificar el gobierno hereditario. Era a través de la sucesión entre padre e hijo como el cuerpo político seguía vigente en su misión de gobernar a una determinada nación.

Fuera de cualquier debate sobre la validez de estas teorías teológico-políticas (tema amplio que da para mucho), y sobre si era o no propio atenerse a elementos religiosos en un estado que se declara laico (que nos llevaría también a ver qué se entiende por "laico" y por qué), se debe aceptar que con esta maniobra Felipe VI ha contribuido a erosionar el mito que sustenta su poder. Y no lo ha hecho sólo contra él, sino también contra su descendencia. En efecto, el único mito que puede sustentar ahora el poder de la Monarquía Española, y el derecho de su linaje (cada uno de ellos), es el de la voluntad popular a través de la democracia. Pero en este punto específico, como en el de los nacionalismos, los mandatarios y su mismo rey se atienen a preguntar porque parecen temer la respuesta de un pueblo que actualmente se encuentra decepcionado y seducido por el mesianismo, por demás también muy mítico, de una izquierda como la de Podemos, que promete una regeneración a través de un cambio radical y un orden republicano.

Cierto amigo dijo durante el día de la proclamación de Felipe VI que sentía que con este evento se había acabado la transición. Considero que tiene razón. Lo que queda por ver es si con ese fin histórico se ha dado también un paso más al fin mítico. Por el momento, todo parece apuntar que el pasado 19 de Junio de 2014 España renunció un poco más a su tradición histórica y, sin quererlo, se acercó a matar un poco más aquellos mitos que sustentan el actual status quo. El problema de los mitos políticos moribundos es que estos se encuentran sujetos a ser devorados por nuevos mitos, que posiblemente nada tienen que ver los anteriores.

Quede por descontado decir que los mitos también pueden resucitar. Pero para lograrlo el mito de la transición necesita volver a sus orígenes y debe insuflar un nuevo ambiente de concordia entre las dos Españas, nota por la que fue conocido y sacralizado en el pasado. En el caso del mito político de la monarquía, sólo queda la opción de abrazar la tradición que fundamentó por siglos el derecho divino de los reyes o, en su caso, sustentarse en la decisión de la voluntad popular. Pero si se decide por la segunda opción, el monarca tendrá que atenerse a la inutilidad de contar con un linaje y dejar de llamarse rey, ya que en la práctica no dejará de ser otro presidente electo más en un orden que aunque no de formas, es ya de contenido una república. Quién sabe... Si España sigue descuidando los mitos que tanta paz y abundancia le han dado, puede que terminen muriendo y que el guía del Prado que conocí hace años llegue a tener razón en sus admoniciones. En ese caso, esperemos que no se haga cierta de nuevo aquella profecía pictórica de Goya inmortalizada en Duelo a Garrotazos. Nada bueno saldría de ello.

17 jun 2014

Ozymandias, Breaking Bad y el camino a la perdición.


*Spoiler Alert
En este post hay información sobre los últimos capítulos de la serie Breaking Bad.



Carretera de Nuevo México. Foto de Nicholas_T / CC BY 2.0.

Hace casi dos siglos, el poeta inglés Percy Bysshe Shelley escribió un poema llamado Ozymandias. Según dicen, lo hizo inspirado por la decisión del British Museum en traer la milenaria estatua de Ramsés II (1300-1213 a.C), faraón de la décimo novena dinastía del antiguo Egipto, al industrializado y mercantilista Londres del Siglo XIX. 

También conocido por el nombre de Ozymandias, Ramsés II fue inmortalizado por varios poetas. No obstante, mientras muchos versos se dedicaron simplemente a alabar las obras de este gran faraón, el poema de Shelley destaca entre los demás al convertirse en una reflexión sobre la grandeza de los reyes, el paso del tiempo y la inexorable decadencia que amenaza a cualquier imperio, incluido el de Ramsés:

I met a traveller from an antique land
Who said: Two vast and trunkless legs of stone
Stand in the desert. Near them, on the sand,
Half sunk, a shattered visage lies, whose frown,
And wrinkled lip, and sneer of cold command,
Tell that its sculptor well those passions read
Which yet survive, stamped on these lifeless things,
The hand that mocked them and the heart that fed.
And on the pedestal these words appear:
"My name is Ozymandias, king of kings:
Look on my works, ye Mighty, and despair!"
Nothing beside remains. Round the decay
Of that colossal wreck, boundless and bare
The lone and level sands stretch far away
 Traducción

Casi dos siglos después de que Shelley escribiese este poema, una serie de televisión estadounidense se atrevió a darle ese nombre a su antepenúltimo episodio, entendido por muchos como el más importante de la serie. Por si esto no fuera poco, durante los días anteriores, se pudo ver un pequeño corto con la voz de Bryan Cranston (Walter White) recitando el poema.


Claramente, el creador de la serie Breaking Bad, Vicen Gilligan, deseaba mandar un mensaje. Mensaje que, por otro lado ya podía intuirse por declaraciones previas a medios de comunicación como el New York Times. En esa entrevista de Julio de 2011, Gilligan explica la importancia que da a dos preguntas a la hora de desarrollar la historia sobre Walter White y su gradual camino al entorno de de los traficantes de drogas: ¿Vivimos acaso en un mundo donde las personas que hacen el mal pueden salirse con la suya? ¿Llegan a pagarlo caro aquellos que han hecho el mal durante su vida? En efecto, Gilligan explican en esta entrevista un punto clave de su filosofía de vida: "Quiero creer que el cielo existe. No puedo creer que no exista un infierno".

Estas declaraciones no son nada baladí. En especial cuando se tiene en cuenta la enorme preponderancia de series que muestran un mundo amoral donde los personajes pueden realizar las acciones más terribles y aún así salir indemnes. Mad Men, Game of Thrones y House of Cards son ejemplos de ficciones cuya cosmología presenta al egoísmo, la ambición, el engaño y la pasión desmedida como realidades cotidianas Pocos son los personajes de estas tres últimas series que puedan escaparse de esta espiral de corrupción. Y en la mayoría de los casos, cualquier acción desinteresada termina destapándose como un acto lleno de hipocresía.

En buena medida, las series de gran éxito en estos últimos tiempos muestran un cinismo lleno de sorna ante cualquier propuesta de un héroe o de un planteamiento que se aleje de una visión pesimista sobre el mundo y aquellos seres que lo habitan: ¿Qué hacer en un mundo donde hablar del pecado o del mal en general parece ser ya algo anticuado?

Mad Men, Game of Thrones y House of Cards son grandes series, de eso no hay duda. Pero también es verdad que, vistos en conjunto, estos programas exploran y hacen eco de una obsesión existencial bastante actual. Ya sea en el Washington de nuestros tiempos, en la época sesentera estadounidense o en un mundo de fantasía habitado por dragones, siempre hay una misma mensaje: homo homini lupus, el ser humano es el peor enemigo de otro ser humano. Ciertamente, queda todavía por ver la conclusión de estas tres series. Pero en buena medida cualquier mensaje que se aleje de esta premisa se terminaría viendo como una traición a lo presentado hasta ahora. En estos casos se observa el panorama intelectual de un Occidente que hace tiempo ya que olvidó aquello que llaman pecado y que, con desengaño postmoderno, explora las repercusiones de este nuevo paradigma cultural, tal y como lo apunta Eric Gans en un artículo.

Y así las cosas, en un mundo en el que el bien y el mal son piezas de antigualla, parecería que la única solución argumental a la trama pasa por convertirse en un superhombre nietzscheano. En otras palabras, en un mundo que está más allá del bien y el mal, hay que convertirse en alguien que por con su voluntad de poder se instauré por encima de los demás: o devorar o ser devorado. En un mundo como este no cabe la moralidad, sólo la supervivencia. Por ende, tampoco cabe hablar en sentido estricto de un desarrollo del personaje a mejor o peor. Sólo cabe el instante que en el que se sobrevive de entre otros para seguir existiendo; y es de esta forma como podemos entender los muchas veces inconexos despliegues de bestialidad y benevolencia que se pueden apreciar en Mad Men, Game of Thrones y House of Cards.

A la hora de representar esta preocupación existencial y moral de los hombres y mujeres del tercer milenio, estas series triunfan con un maravilloso empleo de recursos. En buena medida, la popularidad de programas como estos también anulan (cuando menos desde un punto de vista comercial) cualquier posibilidad de contar con intentos ficcionales que muestren un mundo más esperanzador. O por lo menos eso parecía, hasta que uno se topa con una tercera vía: Breaking Bad.

Nadie podría tildar Breaking Bad de serie cursi o bonachona. El desplieguie de tripas, los múltiples asesinatos y tiroteos, las tensas situaciones y las continuas palizas son pruebas fehacientes de que estamos ante un historia dura de relatar. No obstante, Breaking Bad logra dentro de su fórmula heterodoxa, mostrar una historia donde cabe hablar de un decurso vital, de un cambio moral en los personajes, de un gradual camino a la perdición. La serie nos muestra a un hombre patético que decide convertirse en un antihéroe, un tipo de personaje que abunda últimamente y que el público adora. Lo que no abunda es ese proceso argumental, tan bien explicado por Alberto García en su artículo, en el que el antihéroe termina siendo odiado por un público que en teoría había olvidado como juzgar a alguien por sus malas acciones. Y no hay ningún truco beato en tal proceso.

Breaking Bad sigue siendo una serie hija de su época y sigue compartiendo muchas carácteristicas con programas como Mad Men, Game of Thrones y House of Cards. Quizá la diferencia principal entre estas series y la creada por Vince Gilligan es que para instaurar de nuevo una especie de orden moral se ha recurrido a un truco inventado por los románticos ingleses, escritores que por otro lado tuvieron una guerra declarada a la moral inglesa de la época.

Y el truco es este: el inexorable paso del tiempo. Todo sucumbe ante él. Incluso Ozymandias, el gran Ramsés II. Incluso el superhombre nietzscheano. Por mucho que este se afane en instaurar su preeminencia ante el resto de seres humanos, jamás será capaz de ser señor del tiempo. Y en el momento en que el instante humano de victoria a cualquier precio cede a la eternidad, es entonces cuando todo acto, incluso el más básico de supervivencia, se torna vano. Contra las arenas erosivas del tiempo sólo cabe el recuerdo. Y en el recuerdo se encuentra, también inexorable, la voz de la conciencia (y un juicio sobre las acciones realizadas por los seres humanos). Sólo en una ficción en el que el tiempo vuelve a ser importante se hace posible mostrar el camino a la perdición de Walter White. Sólo de esa manera se puede lograr ese proceso retórico, que tanto amamos en esta serie, por el que terminamos odiando a un personaje que empezamos queriendo. Curiosamente, al apostar por el rescate del tiempo en la ficción, la serie estadounidense vuelve a tener algo que ver con una tragedia griega, donde todos los elementos ficcionales nos llevan a sentir temor y compasión con el protagonista. Aunque a diferencia del teatro clásico, primero compadecemos y luego tememos.

 La grandeza de Breaking Bad reside en esa fórmula por la que podemos hablar de un tiempo, una memoria, un juicio, y aún así estar anclados en los presupuestos postmodernos del antihéroe ficcional. Es a través de la brillante unión de estos elementos que Vince Gilligan, en una época descreída y materialista, vuelve hacer del ser humano un producto de su pasado, instaurando con ello de nuevo un infierno y un mal que merece ser castigado. Ahora sólo queda ver si es posible hablar de nuevo acerca de un cielo, pero eso tendrá que ser obra de otra serie.